Después de recorrer durante casi dos meses Estados Unidos, viviendo en carpa y duchándome no tan seguido como me hubiese gustado, necesitaba imperiosamente un lugar donde parar, un lugar al que llamar casa, que tenga paredes de verdad, no cuatro telas que son calentadas por el sol las 24 horas y, si en esta nueva casa además podía contar con la presencia de alguna amiga, todavía mejor.
Así fue que hace unos meses cuando Heidi, con quien trabaje en Buenos Aires añares atrás, me contó que se venía a Ibiza a hacer la temporada de verano, yo ni dude en agendar fecha de visita. Y agosto me venía más que bien, plena temporada de verano, días de sol garantizados y mucho relajo. Sumado a eso la buena compañía de una amiga, no se puede pedir mucho más que eso.
No recuerdo la vez anterior que había visitado Ibiza, se que era pequeña, tan pequeña que no tenía en mi memoria registro del agua turquesa y la arena clara, de las miles de familias paseando completamente desnudas por la playa, de los embotellamientos por estar en plena temporada, y de la movida nocturna que se vive día a día. Ir a Ibiza por segunda vez bien podría haber sido ir a Ibiza por primera vez. Así que agarre a esa isla como me agarro a cada nuevo destino, con ganas de aprenderlo y de disfrutarlo.
Llegué al aeropuerto y me estaba esperando mi amiga con un scooter, nunca en mi vida me había subido a uno, menos con la mochila puesta. Por suerte su casa estaba a solo 10 minutos del aeropuerto, porque recuerdo esos pocos minutos de viaje como la vez que mejor hice equilibrio en mi vida. La pobre mochila se movía para todos lados y nos tiraba a las dos, pero logramos llegar bien a la villa donde me quedaría.
En la casa me esperaban dos personas más, un viajero argentino y un ingles que estaba también trabajando. Fui recibida con mates y mucho cariño, y en esos 10 días que habite la casa viaje en scooter a todas las locaciones necesarias e hice playa todos los días que pude, todas las tardes me bañe en el agua calentita del mediterráneo y me seque al sol, mi pelo se puso blanco y la piel muto a morena.
Ibiza es una isla extraña, durante el año esta casi vacía, repleta de locales aunque habitada por muchos alemanes y holandeses que deciden retirarse a las orillas de ese mar azul. Durante el verano es la isla de la perdición, noches de fiesta constante y días de resaca, amontonamiento de gente en la playa y en la calle. Yo, no disfruto de esas cosas, y estoy segura que la isla se disfruta aún más fuera de temporada, rodeada de paz y no de gente corriendo.
En esos 10 días me generé una rutina, acompañaba a mi amiga a su trabajo y me quedaba en la playa al sol hasta que ella volvía de trabajar. Repetí eso hasta el cansancio, hasta sentirme descansada completamente. Cuando ella tenía día libre aprovechamos para ir al centro, recorrer la ciudad y salir un poco a tomar algo, o a cenar.
Si hoy me preguntan que conocí de Ibiza, puedo contarles que conocí su gente de paso, su vida inestable, conocí algunos pocos habitantes anuales, pero sobre todo conocí gente nómada, gente de paso, que trabajan 6 meses y viajan por el mundo los otros 6. De todas partes del mundo, argentinos, ingleses, polacos, uruguayos, la clave es ahorrar y viajar. Juntar y moverse. Me sentí acompañada, menos sola, me sentí esperanzada de saber que no soy la única distinta, estuve feliz de estar metida en un grupo de gente que comparte mi visión del mundo, esa que dice que hay que hacer lo que uno quiera y lo demás viene solo. En Ibiza no tuve que ir predicando el evangelio del viaje, porque allá todos lo conocían, desde mucho antes que yo la mayoría, escuchar gente que vive así hace años fue como refrescar la memoria. En Ibiza recordé.
Justamente un amigo que es Tailandes me invitó a ir a trabajar 6 meses ahí en la epoca alta. Solo que me dijo hace 3 años pero por lo apresurado no pude poner en forma los papeles para poder viajar. El año siguiente nos sorprendió el coronavirus y justo en este momento solo estoy a la espera de la luz verde para salir a trabajar. Espero que pronto todo se pueda componer.